Corriendo entre las nubes: Crónica de la SkyRace Comapedrosa

Casi sin planteármelo, me presenté en la salida de mi primera carrera de las SkyRunning National Series y corrí hasta la cima más alta de Andorra después de zamparme unos desniveles de vértigo.

A través de las siguientes líneas intentaré transmitirte lo mejor que pueda qué tal fue correr una de las carreras más técnicas y radicales que he corrido hasta la fecha, aunque ya puedo avanzarte que cada vez soy más adicto a estos desniveles tan bestias y que la experiencia me dejó con ganas de mucho más.

Para que te hagas una idea de lo que te estoy hablando, echa un vistazo al vídeo que acaban de colgar de la carrera:

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Calentando motores. Decidiendo objetivos.

Son las ocho de la mañana y estoy con mi amigo Uri en el parking de la estación de esquí de Arinsal. Salimos de casa ayer pasada las once de la noche, dormimos en Alp y después de cuatro horas y media de sueño reparador, un par de tostadas de Nutella y un café, aquí estamos.

Llevamos todo el viaje animados, con la música a tope y cantando. En realidad, ésta es nuestra curiosa manera de mentalizarnos para la que se nos viene encima y de liberar tensión. Hoy correremos nuestra primera skyrace y también será nuestra primera visita al Comapedrosa.

Sabemos que esos 21 kilómetros y 2300 positivos de desnivel, sólo significa una cosa: DUREZA. Y es esa dureza la que últimamente me está motivando más y más. Tiempo atrás, estos desniveles me hubieran echado para atrás, pero ahora, por extraño que parezca, no puedo evitar soltar una sonrisilla tonta cuando veo que toca subir.

Acostumbrado a las temperaturas de la costa, he venido con chanclas y con las prisas, sin ninguna sudadera o chaqueta. Todo lo que tengo es manga corta y a primera hora, cuando toca recoger el dorsal, estoy temblando de frío.

Hasta un par de horas antes de la carrera sigo dudando de qué coño hacer hoy. El planteamiento inicial de la carrera de la semana pasada y de ésta, era la de tomárselas como entreno de calidad para lo que me espera en Septiembre, pero el instinto competitivo siempre esta ahí y cuesta no pisar el acelerador.

Me empiezo a cruzar corredores y veo caras conocidas, muy conocidas. Es más, más que conocidas… muchos de ellos son top. «Joder, claro, es una carrera de las SkyRunning National Series. ¿Qué coño esperabas?»

Estás en tierra de lobos y éste es su territorio. «Tú corazon y tus piernas pintan muy poco por aquí.» Por ahora… pienso.

Y cuando me topo con Sergio, un fuera de serie de mi zona y al que tengo un enorme respeto, y me comenta cuál es su plan, acabo por decidir que efectivamente lo mejor que puedo hacer hoy es tomármelo con mucha calma.

Es en ese momento, cuando tomo la decisión de «no competir», cuando todos los nervios desaparecen y sólo queda el gozo de correr y vivir nuevas aventuras.

En la salida me coloco en medio del pelotón con Uri e Ian, otro amigo con el que me he topado aquí. Que no esté en las primeras líneas de parrilla ya dice mucho de mi y de cuál va a ser el planteamiento hoy.

En busca del pico más alto de Andorra

El primer kilómetro y medio es asfalto y aprovecho para cojer ritmo y ganar algunas posiciones para coger mejor sitio para cuando toque subir y se estreche el camino.

Mientras corro estos metros me centro en no precipitarme y mantener las pulsaciones bajas. Cadencia alta, pasos pequeños, y subir para arriba. Esta va a ser la tónica de toda la carrera: Moderarme.

Veo corredores y corredoras de un montón de selecciones y no hace más que confirmarme que el nivel de corredores de hoy es de alto calibre.

Pasan los metros y veo a Sergio delante (el superclase que os comentaba antes). Lo he visto correr en más de una ocasión y me parece que es un tio con mucha cabeza. Siempre lo he visto salir de menos a más, para acabar a lo grande, así que decido comerle el culo literalmente durante un rato porque pienso que me irá bien para no emocionarme en los primeros kilómetros.

Y con él, sin intercambiar palabra alguna, subimos los primeros kilómetros a través de un bosque espeso pero muy vertical. Todo el mundo está muy callado y lo único que se escucha es el resoplido de algunos corredores aquí y allá.

El ambiente es humedo y huele a tierra mojada, pero el esfuerzo de los primeros metros hace que después de sólo unos minutos, ya me sobre todo. Me caen las primeras gotas de sudor desde la frente a la nariz, pero la respiración sigue siendo la de un diésel.

Miro a mi alrededor y todo el mundo esta muy serio, pero yo les miro y no puedo evitar sonreír de felicidad y de el pedazo de carrera que queda por delante. No lo puedo evitar, me ponen demasiado estas experiencias.

Después de un par de kilómetros de subida vertical a través del bosque, se hace la luz. Llegamos a un llano sin mucho árbol y al primer avituallamiento de carrera.

Como el plan no era competir, me aseguro de tomarme más tiempo que el resto en cada avituallamiento. Vaso de isotónico, un trozo de plátano y unas gominolas que voy comiendo por el camino. Esta es la quinta carrera en cuatro meses en la que paso de consumir geles y opto por comer fruta y lo que me encuentro en los avituallamientos.

Toca seguir subiendo, pero esta vez la cosa se pone más pedregosa. Los árboles quedan atrás y ahora está todo más despejado. Miro alrededor y sólo veo montañas y montañas a mi alrededor. Un montón de picos enormes de los que desconozco el nombre y detrás de mi, mirando en vertical hacia abajo, una fila de corredores.

Llego al avituallamiento del kilómetro seis en 1:18:33. Estamos a casi 2600 metros de altura.

Me tomo mi primera botellita de sales (de las que ya hablaré en otro post) y bromeo con uno del avituallamiento porque me parece escuchar que dice gintonic cuando me ofrece un vaso de isotónico. Nos reímos unos segundos y retomo la marcha con una sonrisa en la boca.

Sólo doce minutos después llego al final de la primera subida, al Pic de les Fonts a 2748 metros de altura. Las piernas, supongo que por el ritmo moderado, están especialmente frescas y al contrario que otras ocasiones, puedo bajar los dos kilómetros que quedan por delante muy muy ligero hasta el tercer avituallamiento de carrera en el Pla de l’Estany.

En este punto ya llevo casi 11 kilómetros y pienso que «sólo» quedan dos kilómetros muy verticales y el resto estará hecho. No tenía ni idea de lo que se nos venía encima.

Los kilómetros anteriores en subida han sido duros pero he mantenido la calma en todo momento y han ido cayendo sin darme cuenta. Es fácil subir cuando mires a donde mires tienes paisajes de los de soltar baba y no parar. Me quedaría allí sentado un buen rato si sólo tuviera algunos minutos más…

Bebo dos o tres vasos de agua, me como un trozo de plátano y unos frutos secos de estos tostados con miel que saben increíblemente bien. Cojo un buen puñado, con la mano bien abierta, y mientras miro hacia arriba viendo lo que tenemos que escalar, me los voy comiendo a la vez que intento respirar y mantener el ritmo.

Esos dos kilómetros de ensueño

Los primeros metros subimos poco a poco. Primero entre tierra y hierba por algo que parece un sendero, pero poco después todo rastro de él ha desaparecido y los próximos dos kilómetros son subiendo por donde creamos más oportuno. ¡O mejor dicho! Por dónde agarren las zapatillas.

Al empezar a subir empiezo a hablar con un corredor que parece que conoce por dónde vamos. Le pregunto qué tal es lo que nos queda por delante y me dice que esto no es ni el calentamiento. Le pregunto su nombre y me dice que me acordaré de él cuando la cosa se ponga más vertical.

Vamos bromeando y charlando, y a lo largo de toda la escalada nos vamos contando un poco la vida, lo cual ameniza la dureza de la escalada. Alguna vez, cuando se complica el ascenso, tenemos que ahorrarnos las palabras y utilizamos el oxigeno que tenemos para imprimirlo en nuestros músculos.

En esta subida, somos de los pocos que vamos charlando y el resto es un silencio espeluznante. Sólo se escucha el sonido de las piedras y la tierra al desplazarse bajo nuestros pies y algún «¡Cuidado! ¡Cuidado!» que grita otro corredor al desprenderse una piedra y empezar a caer ladera abajo. Tenemos corredores arriba y abajo y hay que ir atentos con las piedras que nos puedan caer y tener precaución con no desplazar ninguna nosotros.

Las piernas me descansan cuando por metros, la cosa en lugar de volverse vertical y terrosa, se allana y aparecen rocas macizas de gran tamaño. Como mínimo no resbalan debajo de mis pies y eso le da tregua a mis gemelos y puedo incluso permitirme correr mientras las salto.

En éste tramo hay una gran trupé de gente animando a los corredores por sus nombres en el dorsal. Esas palabras, suenan a gloria, y aunque muchas veces la contestación por parte de los corredores sea nula, esos ánimos dan una bocanada de oxigeno a nuestros pulmones y algo más de fuerza a nuestras piernas.

Poco después me topo de nuevo con Sergio, que lo había perdido de vista y después de subir con él algunos minutos, decido continuar a un ritmo más ligero. Cómo me había dicho antes, hoy salía con mucha calma.

A mi mis piernas me piden algo más de ritmo y continuo subiendo y subiendo. Nunca dos kilómetros se me habían alargado tanto, pero no te equivoques, estoy disfrutando de la experiencia al 100% y créeme que pese a la exigencia, estaba disfrutando esa subida de una manera bestial.

Eso sí, cuando casi llegamos arriba y toca afrontar el último tramo de escalada al pico, aquí si pienso para mis adentros: «La luz al final del camino». No queda casi nada para acabar el ascenso.

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Y casi sin darme cuenta, después de un primer kilómetro a 26:09 y otro a 23:41, llego al pico del Comapedrosa. «Joder, ¿han traído todo esto hasta aquí?» Hay mucha gente en el pico y han montado un buen avituallamiento. Todos ellos han subido por dónde ahora nos toca bajar, el camino tradicional de subida al Comapedrosa.

Albert coge algo rápido y vuela hacia abajo y no vuelvo a verlo hasta meta. Yo bebo agua (vengo con la boca pastosa por la sed), botella de sales y como esos frutos secos con miel que tan bien me han sabido en el avituallamiento de abajo.

Y mientras me los como, observo por primera vez con verdadera calma lo que tengo alrededor y comprendo porque hago lo que hago. Por qué corro, por qué me gusta hacerlo por montaña y por qué disfruto tanto haciéndolo. No vale la pena describir esa sensación con la palabras y tampoco vale la pena describir aquel paisaje, porque me quedaria muy muy corto.

Al igual que me paso cuando corrí la Ultra de Els Bastions, quiero volver aquí, sin un dorsal encima y correr por aquí sin competición alguna, pero esta vez recreándome en cada rincón. Lo marco como pendiente en una lista mental y empiezo la bajada.

Volar parece fácil

A esa altura se nota más frío por las corrientes de aire, pero por el esfuerzo de la subida, no me falta ropa y cuando empiezo a bajar los primeros metros, siento como el sol empieza a calentar mi piel de nuevo. Los últimos kilómetros han sido prácticamente a la sombra y la verdad es que notar como voy cogiendo temperatura gracias al sol sobre mi piel, me da energía. Tengo la impresión de que estoy corriendo otra carrera.

Las piernas están frescas, pero hace mucho que repiten el mismo movimiento y aún se sienten torpes bajando. Tardo algunos minutos en recuperar mi agilidad habitual y me pasan dos o tres corredores. También tiene que ver mucho la técnica. Me encanta bajar, pero cuando el terreno es tan tan técnico, se me atraganta un poco. Por suerte, cuando las rocas del camino disminuyen de tamaño y la cosa se acelera, me permito el lujo de pasar algunos corredores. Me digo que mi mismo que debo entrenar más esta zonas tan técnicas.

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Imprimo un ritmo cómodo y empiezo a bajar, atravesando en muchas ocasiones varios riachuelos. Piso con toda la zapatilla en ellos y dejo que el agua fría los refresque. Sienta fenomenal.

Llego a l’Estany Negre después de un kilómetro de bajada y con un buen ritmo. Éste tramo ha sido el más técnico de todo el descenso y lo que viene a continuación, los 8 siguientes kilómetros hasta meta, son muy corredores comparado con todo lo anterior.

En este punto veo la luz, porque por primera vez en mucho tiempo, estoy pudiendo disfrutar realmente de una bajada en una carrera de alta montaña.

Las botellitas de sales, hace algunas carreras mantienen a ralla los calambres que tanto sufría. Un tape que me he puesto en ambas rodillas parece que ha ayudado a eliminar lo pinchazos que me sacacaron de competición en els Bastions y en la Ultra de Barcelona y en general, parece que no hay nada que me aleje de llegar a meta a tope.

Toda la primera parte de la bajada era piedra y más piedra, con una paleta de colores de grises a rojizos, pero ahora aparecen los verdes de la hierba fresca, tierra mojada y árboles en abundancia. Llego al último avituallamiento dando una voltereta, literalmente, por un tropezón tonto.

Bebo agua y como frutos secos con miel una vez más y continuo hacía abajo. Corro, corro, corro y corro. Serán 8 kilómetros los que quedan para meta, pero tal y como pinta la bajada, los voy hacer cinco veces más rápido que toda la subida.

En ningún momento de la carrera pienso (qué suele pasar), «¿Dónde cojones me he metido?» o «Joder, ¡qué duro es esto!». No ha habido el menor indicio de que se me fuera a salir el corazón y si hubiera llevado pulsómetro, seguramente podría haber comprobado que me moderé mucho. Resumiéndolo, podría decir que estaba corriendo 100% diésel.

Y con eso en mente y viendo que todo funcionaba, me dió pena correr esos últimos kilómetros y que todo acabara tan pronto, así que me di la vuelta y volví a subir al Comapedrosa con toda la paciencia del mundo… Es broma.

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En ese punto pensé que si se me estaba haciendo tan corta la carrera, quizás en la ultra de dos semanas, ese debía ser el ritmo.

Todo este último tramo no está ni mucho menos exento de complicaciones, pero comparado con lo anterior, esto era un juego de niños. Además, aquí ya se puede correr alegremente, que es a lo que estoy más acostumbrado.

Tarareo una de las canciones que cantábamos esta mañana y sincronizo el ritmo de la canción con el de mis piernas. Con esa melodía en la cabeza y el «Tac, Tac» de mis zapatillas en el suelo, encuentro la paz y la concentración que necesito para correr todo ese camino técnico hasta que acaba.

Me encanta correr cuando me siento ágil y paso volando el último avituallamiento. Sólo quedan 2,5km hasta llegar a meta y el camino se ensancha. La gravedad hace todo el trabajo y yo sólo me dejo llevar cuesta abajo.

Llego a un cruce con asfalto y me dicen que ya está, un kilómetro más por la carretera y llegada a meta. No pienso en nada, sólo corro, ¡vuelo!, y mientras lo hago, voy adelantando a algunos corredores de la carrera corta.

Un giro a la izquierda y unos 100 o 200 metros de más de camino pedregoso antes de entrar a meta. Escucho la megafonia y la música de fondo y cuando menos me lo espero, veo la meta a unos pocos metros y la paso al ritmo que llevaba en la bajada.

Cruzo la meta y no veo nada más. Paro el reloj y por curiosidad miro el tiempo de los dos últimos kilómetros: 3:38 y 3:04.

Posición 57 de 184 finishers. Tiempo final de 3:52:19.

Cuando veo el crono, pienso en la conversación de antes de empezar la carrera y lo que hablamos de bajar de las cuatro horas. Pienso que sin proponérmelo he sido capaz de marcar un tiempo genial y que pese a no haber salido a machete, a disputar mi posición en la clasificación, la sensación de autorealización es brutal.

Las sensaciones de esta carrera me dan una paz increíble para la Ultra Val d’Aran.

Sólo quedan 11 días.

¡Joder! ¡Cómo me gusta este deporte!

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