Aún tengo las patas calientes por la carrera del domingo y aunque lo normal sería escribir sobre ella, el cuerpo me pide hacerlo sobre la experiencia de hace dos semanas en la maratón QuatreRocs.
Aunque algunos días prefiero ponerme a escribir inmediatamente después de correrla, otros, en cambio, necesito hacerlo una vez ha pasado todo, con cierta perspectiva y la mente fría. Esta es de las segundas, de las que necesitan algo más de tiempo.
El día empezaba con la tónica de tantas otras carreras de este año, muy pocas horas de sueño. Unas tres y media o cuatro a lo sumo, porque a las tres de la madrugada ya estaba en pie y poco después pasaría Uri a buscarme, recogeríamos a Neus, que se estrenaba en distancia, y a Pat, que nos haría de supporter.
Venir hasta aquí era una apuesta arriesgada y quizás también precipitada. Primero, porque no tenía ni idea de qué tal me encontraría dos semanas después de cascarme una ultra en la que lo di todo. Y segundo, porque después de correr y disfrutar de paisajes espectaculares en las dos últimas carreras (Andorra y Val d’Aràn), mis expectativas iban a ser muy altas.
Total, nos presentamos allí con la sensación de el que va a darse un paseo o un entreno casual, cuando la la realidad es que minutos después íbamos a darlo todo. Era una situación extraña, como si no hubieramos asimilado aún que ibamos a correr una jodida maratón.